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Viernes 29 de Marzo del 2024 08:00

La corredera febril de mi apagado recuerdo

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Juan Pablo Rudolffi Ugarte
Juan Pablo Rudolffi Ugarte
Nacido el 20 de Diciembre de 1990 en el campamento minero de Chuquicamata, de entre un menjunje de padres y madres. Nieto de salitreros, pobres italianos, peruanos y alcohólicos, torturados políticos y profesores normalistas chilenos. Su primera publicación, en el netlabel www.cumshorecords.cl, ocurre siendo aún estudiante secundario (2008). Algunas de sus obras más destacadas son: "Recolección inhumana", "Pupilas tristes", "ausencia y otros relatos etílicos" y "Tierno resplandor" (2011). En el año 2009 inicia sus estudios de Licenciatura en Artes Visuales, en la Universidad Arcis, que sirvieron para la inspiración de la novela “Tierno Resplandor”. Actualmente escribe la Crónica Literaria del Domingo en el Diario de Antofagasta.

La complacencia es un acto ineludible, el rencor, la madre de la cordura. Arrepentimiento, así lo llaman ustedes corriente de mortales. Unos morimos sin luz, agobiados- oh profundo misterio de degollado-. Amigos suicidas y plásticos, recojan el vientre de esta apocalíptica vida, enmarcando la caricia de la futilidad-.

Dulces escritorios que no han tocado nada, muertos como los coligues. Ven, envenena mi sinceridad con una palabra que evoque todo lo que antes no contaron…. Ustedes, rebaño de misericordiosos críticos eucaliptos cargarán mi cuerpo cuando muera de verdad, serán peor que la burla, pues yo beberé nuevamente en la túnica del mal, y la sonrisa volverá a los ojos de Antonella, salida de cajones y féretros, salida del frío suicida del norte grande.

Antonella era una muchacha delgada, con una alegría que estrangulaba hasta el más doloroso apretón de mis angustias, tenía los ojos achinados y el pelo convertido en un alboroto de rulos que terminaban opacados siempre por la esquina de los árboles donde ella se enfrentaba con la posibilidad de la indiferencia, con su ropita de escolar, de colegio religioso, con sus piernas largas y armónicas, con sus pecas coronantes envolviendo cualquier ausencia.

Era la menor de tres hermanas, la querían y se demostraba notoriamente, en la manera en que escribían en las fotos que ella publicaba en internet. Se notaba por que se sabía que la cuidaban, por que ella era delicada, en el fondo era una niña, una hermosa niña con falda gris y sombrerito (solo los días de desfile).

Por esos años yo acostumbraba a salir de mi casa a las seis de la tarde para enfrentar mi cuerpo a un murallón azul del paseo Ramírez. Todos los días en busca de mirar a Antonella. Ella subía las dos cuadras, luego las bajaba, afilaba su mirada en una dirección infinita que no terminaba jamás en mis ojos, pero yo la espiaba desde ese muro específico a esa hora específica.

Le pregunté a la gente, supe cosas tales como que vivía a pocas cuadras de la catedral, que sentía cariño por los animales, que se reía constantemente. Me bloqueaba la cabeza, me hacía pensar tanto.

Antonella sin duda era la muchacha más hermosa que había visto en mi vida, era la figura directa que mi sospecha quería, y encerrarla tal vez en mi cuerpo y afatarla a mi sendero negro lleno de derrames humanos, sería la condenación que ella asumiría para con mi locura…

El día que conocí por fin a Antonella estuve nervioso, y sentí la angustia atravesar toda mi calavera. Fue una tarde, ya a oscuras. Me acerqué a contarle que la miraba. Ella sonrío y me contó que lo había notado. Reía cada dos palabras, cosa que fue relajándome. Estaba con un grupo de muchachitas, compañeras de sus clases, de su tercero medio, a medio avanzar.

Le ofrecí una copa, y luego caminar. Ella cambió su mirada y rápidamente se descartó, terminó yéndose, pero no todo fue tan malo, me dejó su dirección y yo no tardé en escribirle.

Al cabo de algunos días acordamos una junta, yo llegué con algo de retraso y la pude ver sentada en un banquito de la esquina de los árboles, con su pelo entero, con vida propia, oscura selva que yo quería besar. Me acerqué y caminamos.

Hablamos de las cosas típicas de un momento incomodo, sobre el tiempo, los amigos en común, le pregunté que hacía, -aún sabiendo que estudiaba-. Me preguntó también a mi, yo le conté que me dedicaba a escribir estupideces por sobre todo. Sonreía, al final terminamos felices recorriendo el costado del estadio municipal, por un pasaje oscuro del centro de Calama.

Nos dirigimos a los caminos de tierra, en la noche envenenada, sufrimos alas y pasos fríos, coyotes sedientos de una inhalada. Nos vestimos de bestias salvándonos por nuestra propia valentía, por que teníamos que ser valientes, por lo menos procurarlo, no podía morir esa noche, no podía terminar jamás, y fuimos pimientos camuflándonos en las realidades compartidas, hasta que una estrella se infectó de nostalgias y pude ver sus ojos cada vez mas cerca y su nariz resbalando con la mía y sus labios quemando todo lo que hasta ese entonces era frío. Luego me abrazó y continuamos caminando por varios meses.

Antonella sin duda la muchacha mas dulce de la ciudad estaba con migo y me sentí feliz aun sin mostrar todos mis demonios, ella no bebía, yo si, y tanto que muchas veces tubo que encargarse de mi cuerpo, ella, la chica mas dulce, la mas hermosa, y sus delicadas manos de plastisina movían mi infierno, al lugar donde se odiase menos. Con el tiempo fue cada vez peor y ella empezó a beber al lado mio, la someti en mis practicas, la condene al filo de los vicios, practica, la convenci completamente. En los bares, enormes cortinas de humo empezaron a entrar en sus pequeños pulmones convirtiéndola cada vez mas en una muchacha de calle, aprendió a servirse sola, a volver a su casa sin mi compañía, a dejar de asistir a clases, aprendió a mirarme con mayor igualdad.

Antonella recorrió el centro entero de noche, conoció cada uno de los bares, se lió en peleas por algo de licor, se empezó a alejar de mi, en busca de tráficos que la condujeran a ese polvo blanco que empezaba a habituar en su cartera.

Casualmente la encontraba, en uno que otro bar, o en la plaza, de vez en cuando, para recibir las mismas palabras de siempre, – “amor, ¿cómo estás?, sabía que vendrías, es por eso que te he guardado algo de licor”-, pero yo sabía que no era cierto, ella saciaba su propia necesidad.

Algunas noches caminábamos de la mano sin más intención que la alegoría de la satisfacción. Antonella era inteligente y sabía a ciencia cierta como actuar. Yo empezaba a conciliar el dolor de perderla, porque sabía que inevitablemente terminaría marchándose para siempre.

-Antonella, ¿por qué no dejamos toda esta mierda y nos vamos juntos?
– mañana amor, mañana.

Las predicciones se cumplen y no hay alma condenada a la cercanía. La Anto se fue, y al día siguiente no volvió a la plaza. La busqué por todos lados, pero a ella se la tragó la tierra. Fuí por una cerveza a una de las shoperías de la calle Vargas y bebí tranquilamente, -“la ciudad está maldita”- decía la vieja loca que vendía llaveros de calas de botellas, -“maldita, está maldita, tu maldito, todos malditos, cuando tengas un hijo te saldrá con cuatro ojos, por no querer quedarte con uno de los llaveros”-.

Qué lástima mas grande, me desesperaba a ratos, se perdió la Anto y existía mucha lógica en las palabras de la vieja, esa ciudad atraía a las peores cosas, esa desolación de sol, de tarde fría, de cuadras y cuadras, de calles sin nadie, nadie aparte del tráfico con sus papelinas de luca apuntando a cualquier antena para quemar el plumavit de la angustia. Los árboles llenos de cuerpos colgados, cien por generación, cien por pasaje, cien por segundo.

Entra la hermana de mi colegiala a la shopería, desatada en lágrimas, con las venas pegadas al cuello. Me traía la noticia. Diciembre es un esqueleto, un feo fósil rectangular, la Antonella tuvo que enfrentarse con los cinco grados bajo cero, porque aún le quedaba mucho que lamentar. Ella la chica más tierna, la más guapa, pensó que se la podía con todo el mundo, pero no fue así. Mi niñita se apagó como el sol a las seis de la tarde, se apagó para siempre y lo sé porque no volvió nunca más a pasar por el paseo.

Cuando me detengo para fumarme todo el horizonte desde el muro azul, donde no pasan ángeles ni carnavales, sólo esa condena triste de las frías manos que se ausentan continuamente cuando aspiro a revolotear en el humedal de los ojos rojos…

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