En medio de la aridez extrema del desierto de Atacama, el agua fue por siglos un tesoro difícil de encontrar y aún más difícil de mantener. Mucho antes de las grandes plantas desaladoras o los ductos que bajan desde la cordillera, fueron las vertientes naturales, aguadas y sistemas rudimentarios los que permitieron el asentamiento humano en lugares como Calama, Toconce, Caspana, San Pedro, Paposo o Sierra Gorda. Hoy, algunas de esas rutas siguen en pie, silenciosas, como memoria líquida del pasado.
En el altiplano y el interior del Loa, los pueblos originarios desarrollaron un profundo conocimiento del agua. Las vertientes de montaña y quebradas como el Río Loa, el San Pedro o el Vilama eran canalizadas mediante acequias y pequeñas norias, muchas veces talladas a mano. En Toconce, Ayquina o Chiu Chiu, el agua se distribuía en turnos colectivos, regulados por costumbres ancestrales que aún sobreviven en algunas festividades agrícolas.
Más cerca de la costa, en localidades como Paposo, los antiguos pobladores dependían de pequeñas aguadas y aljibes. Las norias cavadas en la roca eran cubiertas con madera y piedra para evitar la evaporación. Incluso en sectores hoy deshabitados, como las exoficinas salitreras o caletas olvidadas, aún es posible hallar vestigios de estos sistemas: pozos secos, canaletas oxidadas o estanques de piedra, mudos testigos de la lucha por sobrevivir donde no llueve casi nunca.
Estas rutas del agua no solo abastecían a familias, sino también a animales, cultivos y trabajadores del salitre o el ferrocarril. En algunos casos, el agua se acarreaba desde kilómetros a lomo de mula o en antiguos carros tirados por bueyes. Su valor era tal, que muchas comunidades lo consideraban un bien sagrado, vinculado a rituales, limpias y ofrendas.
En la actualidad, diversas organizaciones patrimoniales e indígenas han comenzado a cartografiar estas rutas, no solo como un acto de memoria, sino también como un llamado de atención sobre la crisis hídrica que afecta a toda la región. Proteger las fuentes de agua ancestrales y reconocer su importancia histórica es también un acto de justicia territorial y cultural.