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Jueves 18 de Abril del 2024 18:45

“Niños tripas”

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Juan Pablo Rudolffi Ugarte
Juan Pablo Rudolffi Ugarte
Nacido el 20 de Diciembre de 1990 en el campamento minero de Chuquicamata, de entre un menjunje de padres y madres. Nieto de salitreros, pobres italianos, peruanos y alcohólicos, torturados políticos y profesores normalistas chilenos. Su primera publicación, en el netlabel www.cumshorecords.cl, ocurre siendo aún estudiante secundario (2008). Algunas de sus obras más destacadas son: "Recolección inhumana", "Pupilas tristes", "ausencia y otros relatos etílicos" y "Tierno resplandor" (2011). En el año 2009 inicia sus estudios de Licenciatura en Artes Visuales, en la Universidad Arcis, que sirvieron para la inspiración de la novela “Tierno Resplandor”. Actualmente escribe la Crónica Literaria del Domingo en el Diario de Antofagasta.

Qué olor tienen estas mañanas, olor a flema… Se pierden a puro relámpago los viejos en la cordillera, la nieve cae a lo lejos. Si bien no llega hasta la ciudad, se puede ver en los picos, que se pasean después de las chelas y estallan de vez en cuando, sobre todo en los viejos tiempos, cuando aún teníamos juegos. Me refiero a cuando tenía 10 años, me refiero al 2000, cuando descubrimos que podíamos entrar al mundo de Disney por ocho horas y al salir dormíamos magníficamente.

Fue El Flauta, un cabro flaco más viejo que nosotros. Llegó con la idea y necesitaba de nuestra ayuda para realizarla, así que ahí los ocho dejamos las bicicletas, apagamos los cigarrillos, escondimos las jaulas con las palomas y empezaba la misión, el flauta nos dividió en dos grupos de a cuatro.

La misión no era tan complicada, teníamos que recorrer el campamento robándonos los “San Piters” (San Pedro, Pellote, Mezcalina) de los jardines de las viejas chukitas. Uno a uno sacábamos los cactus, los envolvíamos en sabanas y esperábamos en la esquina a que pase el flaco Flauta con su bicicleta hecho una mierda. Agarraba la sábana en movimiento y bajaba hasta la cancha (anaconda) donde escondía los cactus y volvía con la sábana para avanzar otra cuadra. En fin, completábamos las calles y corríamos hasta la cancha. Ahí con cuchillas empezábamos a pelar los cactus. Primero sacábamos una capa transparente como un plástico, dura. Luego empezábamos a sacar la gloria, el Disney, que era la carnecita verde. Eso lo guardábamos en bolsa, hasta llenarlas. Todas las sobras quedaban enterradas en la seca tierra del desierto más árido del mundo, donde los mocos no alcanzaban a caer húmedos al piso, donde las lágrimas eran barro por solo un segundo, y todos con los labios en sangre, porque se rajan como a puñalazos.

Luego, esa bolsa la esparcíamos por las calaminas de las viejas casas, para que el sol se encargue del resto de la pega. Nosotros volvíamos a nuestras bicicletas y luego a nuestras casas a seguir viviendo como niños de diez años, llorando por la pérdida de un juguete, o por el sabor de la comida, con miedo a la oscuridad y aún a la soledad, estando lo suficientemente cerca de los padres.

Y así pasaban algunos días, hasta que vaciábamos los cielos de cobre buscando el milagro secreto de soñar despierto, respirando como babosas fascinadas empañando el vidrio de la juguera que molía la mezcalina de los cactus secos, para convertirla en un polvo mágico que a nuestros 10 años explotaba en fantasías tan creíbles, frutas nutriendo la imaginación…

Caminamos hasta los depósitos de ácido, bajo las tortas de ripio, posos secos alejados del campamento de Chuquicamata. A las 10 de la mañana armamos pequeños bolsitos con botellas de agua y frutas dulces y diminutas; frutos secos y protectores solares. Caminamos hasta el lugar indicados y una vez ahí nos sentábamos de frente a las tortas, una cucharada cada uno (solo 10 años) agua y esperar segundos dulces…

Caen las tortas derretidas sobre nosotros / pájaros detenidos en el cielo/ caras de gatos en vez de las nuestras/ tuc tuc- tuc tuc-/ todas figuras preciadas adaptándose y convirtiéndose en lo que uno quisiera/ todas las películas de esos tiempos pasando por nuestros ojos, caminatas repentinas y leves segundos en la soledad que al reloj le parecían ser horas/ tuc tuc- tuc tuc/ crac/ “este árbol avanza horizontal, pues cuando lleguen los pumas será salvo”/ este árbol crece vertical y casi llega al cielo, pues prefiere estar más cerca de dios que de los hombres sin importar las consecuencias/ luego todo pasaba, después de cortísimas ocho horas, todos a dormir a sus casas…

Después de algunas semanas, armábamos una casa club donde poder fumar cigarrillos sin ser descubiertos por nuestros padres. A lo lejos se acerca veloz El Flauta en bicicleta, nos motiva y al cabo de unos segundos empezamos a caminar nuevamente. Esta vez en “Las Normas”, villa similar a un cerro, con bajadas empinadas y enormes, sacamos la primera cuadra de cactus (la parte más alta), los metimos delicadamente en las sabanas. Miré al cielo, recuerdo aún el hoy de esos años y el cielo era azul, pero no del azul tradicional. Este azul simulaba ser un mar, un pacífico que jamás caía sobre nosotros, o tal vez sí.

Esperamos en la esquina y vemos al Flauta. Avanzaba veloz. Pasa por el lado de nosotros y no disminuye la velocidad. Creímos ingenuos que habíamos sido descubiertos y tiramos los cactus, corrimos tras El Flauta que bajaba en picada por la empinada calle. Nos superó por una cuadra, luego por tres en cosa de segundos. Después de las seis pude notar que algo andaba mal. Además nadie nos seguía.

A lo lejos se ve el viejo muro de los lamentos que cubre una cancha:

-¡Flauta, espéranos, que pasa!… (El Flauta no responde)

Paré al cabo de dos cuadras y ví cómo se azotaba la cabeza del flaco en el muro. Y luego lo ví cubierto por esa tibia lluvia roja. Al final corrimos, todos corrimos, pero nadie donde El Flauta. Todos fuimos a nuestras casas y jamás contamos la verdad…

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