Analizando las políticas públicas que utilizan instrumentos financieros para resolver problemas públicos, no dejan de sorprender algunas soluciones que se han diseñado a nivel estatal, sobre todo en materia educacional.
Solo basta hacer un poco de memoria para recordar que, ya a principios de los 90, después de casi 50 años de que los créditos educacionales se venían utilizando en el mundo, era bastante claro para los entendidos que los créditos universitarios funcionaban a medias en todos los países en los que se habían aplicado.
En 1992 se conoció el estudio del Banco Mundial que explicaba que estos créditos expandían la cobertura y disminuían la deserción (la finalidad que tenía como la política pública), pero eran sumamente ineficiente en términos financieros (en todos los países tenían tasas de recolección bastante bajas). Así lo describía ¿quién?, una eminencia en el tema “la paradoja de los créditos educacionales es que se sabe que no funcionan, pero aun así todos insisten en utilizarlos”.
En Chile, esto no era novedad, pues el Crédito Fiscal Universitario (hoy Fondo Solidario) ya llevaba diez años en funcionamiento y sus tasas de recolección eran bajísimas: en 1990 no llegaba al 20%.
Pero la aparente paradoja no es difícil de entender: que los créditos sean ineficientes no es necesariamente un problema cuando los gobiernos asumen que el crédito cumple sus objetivos principales (facilitar el acceso) a un costo que, si bien puede ser alto, es aún tolerable.
En otras palabras, se sabe de antemano que no todos los créditos serán pagados, la recolección será compleja e incluso algunos se aprovecharán… pero no importa, porque de todos modos no se trata de hacer rentable la inversión, no al menos en términos financieros, pero sí sociales. Esto es lo que muestran las discusiones en torno a los perdonazos y condonaciones parciales de los años 1990.
El problema surge cuando se hacen dos cosas a la vez: se quiere usar los créditos como instrumentos de política pública, pero no se está dispuesto a sacrificar parte de los recursos en los estudiantes. Así, se dejaron los créditos en manos de instituciones financieras y universidades des-reguladas, buscando asegurar por todos los miedos posibles que los estudiantes (beneficiarios) paguen sus deudas.
Esta combinación es problemática y moralmente reprochable porque, al parecer, no se trata de velar por la eficiencia económica de la política pública. De lo contrario, hubiese sido igualmente censurable usar el dinero de las arcas fiscales en condonar deudas de los bancos mediante la compra de sus carteras y deudas.
Parece que resulta ser menos “inmoral” castigar a los ciudadanos que no pagan sus deudas y hacer a los estudiantes responsables de sus compromisos financieros –incluso al costo de embargar sus casas, sus ingresos precarios y, por qué no, su futuro. Este sistema, a todas luces perverso, es lo que hoy conocemos como CAE.
Por eso la condonación que hoy demandan los deudores educacionales no es un simple “perdonazo”, porque para perdonar hay que estar investido de una superioridad moral que, como vemos, el Estado chileno sencillamente no tiene.
Se trata, más bien, de reparar el daño causado a las generaciones de jóvenes que no decidieron tomar un crédito, sino que no tuvieron otra opción. El que está al debe, digámoslo así, es el Estado.