Qué duda cabe que viajar hace bien. Cuando salimos al extranjero, aparte de conocer otros paisajes y climas, interactuamos con otras culturas, con sus diferentes idiosincrasias, sentido del humor e idiomas. Hay países avanzados que incluso dentro de sus fronteras contienen una gran variedad de culturas, con diferentes grados de identidad y fuerza, como los barrios chinos en EEUU o árabes en ciudades europeas. Pero a la larga la suma de todas esas culturas, sean éstas avanzadas o no, terminan contribuyendo a una nueva forma cultural que evoluciona y se enriquece cada día.

Y al igual que cuando vemos con dos ojos en vez de con uno tapado, absorber experiencias de otras culturas le da “profundidad de campo” a nuestra mirada. Nos hace más sabios. En ese plano, la inmigración no es muy distinto a viajar. La diferencia es que las otras culturas vienen, en vez de ir nosotros a ellas.

El Chile moderno ha tenido a lo menos dos periodos de inmigración. El primero fue en la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, principalmente compuesto por alemanes, británicos, croatas, italianos, franceses, palestinos, judíos y griegos. Después llegaron chinos, coreanos, japoneses y españoles que huían de su guerra civil. Ya desde los inicios de este siglo, hemos visto cómo familias latinoamericanas han considerado que nuestro país, construido entre originarios e inmigrantes, ofrece mejores horizontes para los suyos y decidieron que Chile fuese su nuevo hogar. Primero fueron peruanos, luego bolivianos en Calama y Antofagasta, después colombianos y ecuatorianos y ahora haitianos y venezolanos.

Estos influjos por supuesto que generan tensiones, en parte por la natural resistencia al cambio que todos tenemos en algún grado, temor a lo desconocido, problemas propios con nuestras autoridades, ciclos económicos, etc. Pero a la larga, así como nadie debiese ponerle trabas a uno para salir a buscar mejores oportunidades afuera, tenemos que respetar el derecho de otros a venir a buscar suerte trabajando acá. ¿Significa esto que debemos abrir nuestras fronteras y dejar todo en el descontrol total? En absoluto.

Tenemos que preocuparnos de no ser refugio de prófugos de otras justicias, pero lo principal es un tema de tiempos. Llegar a un nuevo país toma horas o días, mientras que construir una casa o una escuela toma meses o años. Esta simple razón en mi opinión es la más potente que obliga a poner ciertos controles para regular el flujo de migrantes. No para conductas discriminatorias o fascistas de seleccionar mejores razas, culturas o países de origen, sino para darnos tiempo como país para poder alojar, educar y dar atención médica a los nuevos vecinos. Y la construcción de esa infraestructura es obligatoria para nuestro Estado, con la recaudación de impuestos generados por todos, incluyendo a los recién llegados. Cada habitante que compra un kilo de pan aporta al financiamiento de estos servicios y mientras antes puedan los inmigrantes trabajar formalmente, antes cotizarán para su pensión y salud.

El mensaje de estas líneas es que veamos este nuevo proceso de inmigración como una oportunidad. Económicamente está ampliamente demostrado que la inmigración es un combustible para el desarrollo de los países. En términos brutos aporta a la demanda agregada (más habitantes son más kilos de pan y todo lo demás), así como mejora la productividad e innovación dada la actitud hacia el trabajo que traen personas que precisamente vienen a eso: a romperse el lomo trabajando. Además, en un país con cada vez menos hijos, donde un 20% de los jóvenes no estudia ni trabaja y donde el resto quiere tener un cartón universitario, necesitamos que otros nos ayuden a hacer la pega. La economía americana se vendría abajo de no ser por la migración principalmente ilegal mejicana.

Pero principalmente es una oportunidad para nuestra cultura de “última estación”, donde normalmente no llegaba nadie a estas tierras. La tecnología nos ha permitido saber e interactuar con gente de todas partes; llegó el momento para que salgamos de nuestra zona de confort y nos abramos a interactuar con las nuevas culturas. Y que estemos dispuestos a cambiar: que ellos se chilenicen, pero que nosotros también nos hagamos un poco peruanos o colombianos, por dar ejemplos. Tomemos lo mejor de cada cultura y mezclémosla en este crisol que es nuestra región de Antofagasta. Más que hablar con recelo o arrugar la nariz ante la idea, propongámonos ser una región cosmopolita, donde todas las culturas tengan un lugar y primen el respeto y la tolerancia.